El Evangelio de Bernabé
El Evangelio de Bernabé es conocido de forma indirecta por la Iglesia cristiana desde el siglo VI como uno de los libros apócrifos que resultan sospechosos desde el punto de vista de la fe; sin embargo, su nombre quedaba a mero título de referencia, siendo desconocidos tanto el texto como los motivos que condujeron a que fuera incluido en la lista de apócrifos. Sin embargo, desde el siglo XVIII es conocido en Europa en ciertos círculos de orientalistas y de teólogos un Evangelio de Bernabé que se presenta como escrito por un Bernabé que pasa a ser ahora uno de los doce apóstoles. Aunque la mayoría de críticos que se han acercado al texto han negado que éste pueda relacionarse con el que aparece, por ejemplo, en el Decreto Gelasiano de libros aprobados y no aprobados, del siglo VI, algunos investigadores han creído ver en él ciertas huellas de doctrinas judeocristianas primitivas. De cualquier forma, existe un cierto acuerdo entre los especialistas en atribuir su redacción, única según algunos, última, según otros, a una pluma islámica, conocedora del cristianismo, que escribiría a finales del siglo XVI o principios del siglo XVII.
Mientras que en Holanda y Prusia circulaba un manuscrito del texto en italiano, preñado de notas en árabe al margen, en Gran Bretaña se hacía visible un manuscrito en español del mismo texto, que es utilizado por el arabista inglés George Sale en el prólogo a su traducción del Corán (1734). Mientras que el texto italiano pasará posteriormente a la Biblioteca Nacional de Austria, donde hoy se encuentra (Cod. 2662), el texto español ha desaparecido, sin que se conozca su paradero. Afortunadamente, en 1976 se descubrió en la Universidad de Sydney una copia parcial del texto, realizada en el mismo siglo XVIII, que sirve de base para la presente edición. A esta copia le faltan los capítulos 121 a 200, así como algunos párrafos en la parte final del texto. El texto español del Evangelio de Bernabé aparece mencionado en un manuscrito morisco compuesto en castellano en Túnez hacia 1634, como guía para todos aquéllos que deseen seguir el verdadero mensaje de Dios.
Una de las características más destacadas del manuscrito español es que porta un prólogo del que carece el manuscrito italiano: en él, un monje -Fray Marino- cercano al Papa Sixto V nos narra cómo vino a dar con el Evangelio de Bernabé en la mismísima biblioteca papal. Tras haber leído mencionado este evangelio en unos libros de factura anti-paulina, y ardiendo en deseos de encontrarlo, fue a dar con él en la Biblioteca de Sixto V. Un día que éste se quedó dormido tras una conversación, Fray Marino tropezó en la Biblioteca con el libro, que no dudó en hurtar y leer. Esa lectura le hizo cambiar de fe, y ese mismo beneficio desea para todos los lectores del evangelio, para quienes escribe el texto. Este prólogo, verdadero artificio de auto-identidad del texto, se intenta rodear de algunas circunstancias históricas: la existencia del Papa Sixto V, las menciones a las grandes familias Orsini y Colonna, la actuación de la Inquisición… posiblemente ese Fray Marino, tras quien se esconde el verdadero autor del texto, sea también trasunto de un personaje histórico, quizá el gran orientalista Fray Marco Marini, experto en el antiguo targum judío.
Esa fe que va a enmarcar al Evangelio de Bernabé es la fe del islam. En efecto, el Evangelio de Bernabé se presenta como un relato de la vida y mensaje de Jesús siguiendo la estructura fundamental de los evangelios sinópticos, pero modificada en varios de sus puntos esenciales de acuerdo con la visión islámica de Jesús. De esta forma, Jesús niega rotundamente ser hijo de Dios, sino únicamente profeta enviado al mundo; afirma la aplicación de la promesa divina de salvación en la descendencia de Ismael; el Evangelio le es revelado en forma de libro brillante que desciende sobre su corazón; establece las abluciones y la circuncisión como una de las condiciones fundamentales del creyente; no padecerá tormento ni será crucificado, sino que lo será el traidor Judas en su lugar. Finalmente, niega ser él mismo el mesías anunciado en las Escrituras: Jesús se presenta como anunciador de este mesías que es Muhámmad, a quien Dios tiene predestinado para ese papel desde el principio de los tiempos. Para poder combinar el relato evangélico con ese anuncio del mesías, Jesús tomará en el Evangelio de Bernabé las acciones y las palabras de Juan el Bautista.
El texto del Evangelio de Bernabé se concibe y desarrolla entonces entre dos universos religiosos. Por un lado, se toman las estructuras narrativas evangélicas cristianas como cañamazo de base, y, por otro, esas estructuras quedan insufladas conceptualmente de mensajes islámicos. El Jesús de los evangelios cristianos, que tiene unas partes que son aceptables y piadosas para el islam, y tiene otras que son evidentemente rechazables y condenables, queda corregido de acuerdo con la visión de la profetología islámica. Jesús queda redimensionado en el Evangelio de Bernabé como un importantísimo profeta, portador del mensaje divino, que, consciente de que su predicación quedará alterada por sus discípulos (y el Bernabé escritor acusará, como el islam, a Pablo de Tarso), anuncia a la humanidad al verdadero mesías que clausurará la revelación de Dios a los hombres: Muhámmad.
El emprender un texto como éste conlleva una serie de riesgos redaccionales y teológicos de los que parece ser consciente el redactor del texto. Éste debe mezclar ambos mundos para presentar un texto que sea, a la vez, familiar en su redacción y mensaje para los cristianos, y aceptable para ojos islámicos. Ya que el Evangelio revelado a Jesús según el islam se ha perdido por la perfidia de algunos cristianos, y los evangelios que se conservan no son sino relatos humanos deformados sobre la vida y mensaje de Jesús, lo que aquí encuentra el lector es, al mismo tiempo:
- Un relato de la vida y predicación de Jesús semejante estructuralmente a los que se conservan.
- Un relato escrito por un testigo directo y designado por Jesús.
- Un texto que se ha salvado de las alteraciones posteriores que padecen los evangelios aceptados por los cristianos.
- Un texto que narra la dimensión única de Jesús como profeta y ser humano.
- Un mensaje que contiene la profecía de la verdadera y definitiva revelación, la del islam.
Para elaborar todo este mensaje, destinado a cristianos y a musulmanes, el texto se mueve siempre en un sendero muy angosto que participe de ambos mundos. Hay diversos elementos originales debidos a esta posición del redactor, pero uno ha sorprendido especialmente a los que se han acercado al Evangelio de Bernabé: la negación en boca de Jesús de ser el mesías. Esta negación, junto con la afirmación complementaria de serlo Muhámmad, parece contradecir la lección coránica que afirma que el profeta Jesús (‘Isa) es el mesías (al-masih). Pero la contradicción es sólo aparente. Por un lado, el título otorgado a Jesús en el Corán está desprovisto de cualquier significado salvífico tal y como se entiende en el judaísmo y en el cristianismo, no siendo más que un título honorífico, casi una extensión de su nombre, otorgado a Jesús. Por otro lado, el Evangelio de Bernabé, hace decir a Jesús que él no es el mesías en italiano y en castellano, pero nunca en árabe, que es la lengua en la que el Corán cobra toda su naturaleza y significado, evitándose así caer en contradicción con el texto coránico. Muhámmad queda investido con ese título en el Evangelio de Bernabé en tanto en cuanto profeta de Dios (rasul) y sello (játim) de toda la revelación profética hecha por Dios a los hombres. Mediante la desprovisión de cualquier característica divinal del término mesías y su adscripción estricta a su misión profética, y mediante su aplicación en italiano y español a Muhámmad, se salvan los riesgos de heterodoxia islámica.
Es ésta una solución profundamente original, como otras que hay en el texto, que hace del Evangelio de Bernabé un texto osado, pero de una enorme profundidad apologética. En lugar de transitar por los caminos de la polémica religiosa anticristiana, su autor o autores prefirieron ofrecer un texto verdaderamente cristiano -esto es, islámico- que se hubiera preservado de la maldad de los hombres. A ojos musulmanes, el Evangelio de Bernabé conforma, pudiéramos decir, lo que hubiera debido ser el evangelio cristiano si se obvian los abusos de Pablo y de las autoridades de la iglesia cristiana sobre el mensaje de Jesús. No es de extrañar, entonces, que el Evangelio de Bernabé, a través de sus traducciones inglesa, árabe, turca o urdu, haya alcanzado cierta estima como texto religioso en algunos círculos islámicos, en especial egipcios, paquistaníes o entre los musulmanes de Gran Bretaña.
Una de las cuestiones que lógicamente más ha preocupado a los críticos que se han acercado al texto es la de la autoría de una obra semejante. Aunque algunos autores han creído poder rastrear huellas ebionitas, elkesaítas o samaritanas en el Evangelio de Bernabé, la mayoría está de acuerdo en que su autor es un musulmán de finales de la Edad Media o comienzos de la Edad Moderna. Escribiendo por razones desconocidas -algún autor desliza una posible venganza desde una hipotética condición de converso-, ofrece un texto «evangélico» compuesto con fines proselitistas como labor estrictamente individual. Míkel de Epalza fue el primero que planteó no ya un autor, sino todo un medio intelectual en cuyo seno cobra perfecta lógica un texto como el del Evangelio de Bernabé: el de los moriscos de Granada a finales del siglo XVI, envueltos en el asunto de los Libros Plúmbeos del Sacromonte.
La Granada de finales del siglo XVI se vio sacudida intelectual y socialmente por una serie de descubrimientos de huesos y cenizas y de unos fantásticos textos árabes burilados en plomo en las cuevas del Monte Valparaíso, que en adelante ya sería llamado el Sacro Monte. En esos textos se daba noticia de los primeros mártires cristianos de la ciudad, del que sería su futuro patrón, San Cecilio, y de la estancia de Santiago en la ciudad del Darro; aparte de estas maravillosas nuevas, los textos revelaban toda una serie de contenidos doctrinales envueltos en un estilo ampuloso y oscuro, puestos en boca de los varones apostólicos y de la misma Virgen María.
La alegría del descubrimiento se trocó en entusiasmo cuando se comprobó que los textos ponían a Granada a la altura eclesiástica de Toledo o Compostela, hizo que se sucediesen las traducciones de los textos árabes, teniéndolos por auténticos documentos del primer cristianismo, sin reparar demasiado en los nada escondidos elogios que la propia Virgen María hacía de la raza árabe y su lengua. El interés fue tal que durante varios años se escondieron las voces que criticaban dichos libros, señalando que tenían factura moderna, que se habían colocado en las cuevas para engañar a sus destinatarios y que los textos estaban llenos de doctrina islámica. Con el paso del tiempo, sin embargo, y a pesar de la encendida defensa que hicieron el arzobispo de Granada y otros personajes, ésta fue la opinión que se abrió paso, sostenida por cada vez más personas del mayor peso intelectual. El asunto terminó de forma un tanto abrupta, al pedir Roma que se enviasen los textos -cosa que se hizo no sin mucha resistencia- y ser allí condenados en 1662 tras su estudio, por sostener contenidos musulmanes.
Toda la crítica se muestra unánime hoy día en otorgar la responsabilidad en la factura de estos textos a una serie de moriscos granadinos de cierto nivel intelectual que realizaron un intento de intervención sobre el pensamiento cristiano de la época. Presentados como textos cristianos, los libros plúmbeos de Sacromonte explican sus doctrinas dentro de un tono deliberadamente neutro, de moral común y universal, que en ningún momento busca el conflicto o la diferencia entre religiones. Sin embargo, pronto se cae en la cuenta de que lo mismo que se busca disfrazar los posibles temas conflictivos o polémicos, los principales dogmas del islam están esparcidos por todos los textos y son perfectamente identificables a poco que uno se empeñe en buscarlos.
Otra de las características especiales de estos textos es que están concebidos como una cadena de descubrimientos en la que unos textos van anunciando a los otros que han de descubrirse: forma evidente de adelantar un hallazgo y asimismo de mantener viva la expectación. Lo interesante en este momento es que los libros plúmbeos del Sacromonte anunciaban como culminación de la serie de textos una «Verificación del Evangelio» (Haqiqat al-Inchil) que había sido trasladada por la mano de la Virgen María. Este libro se presentaba de forma indescifrable para los descubridores -no en vano fue llamado el «libro mudo»- y, se preservaba para su revelación futura a una humilde criatura en el marco de un Concilio general que tendría lugar en Chipre.
La «Verificación del Evangelio» no fue nunca conocida en España, pero, como muestra el texto que sigue a continuación, en el norte de África en el siglo XVII sí se leyó entre los moriscos españoles allí exiliados un nuevo evangelio, que se presentaba además como evangelio nuevo. Que había sido escrito además por alguien cuya tumba se venera en Chipre y que es el patrón de la isla: San Bernabé. ¿Era el Evangelio de Bernabé el último eslabón de una cadena de audacias que había comenzado en Granada? Las semejanzas entre los libros plúmbeos y Bernabé son numerosas y más que evidentes, tanto en sus mensajes, islámicos que transitan el cristianismo, como en su revestimiento de «descubrimientos» fortuitos; el hecho de que los libros de Granada anunciasen finalmente un evangelio verídico les hacen convertirse en un medio ideal para que un texto como el Evangelio de Bernabé pudiera ser creado dentro de él.
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- LUIS FERNANDO BERNABÉ PONS
tomado de Biblioteca Cervantes Virtual
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